El olivo en la mitología griega

Cuenta la leyenda que en una bella y prospera ciudad griega, Cecropia, Poseidón y Atenea peleaban por hacerse con el patronato de dicha ciudad, Zeus, rey de los dioses, cedió a Cécrope, rey de la ciudad, la potestad para decidir cuál de los dos dioses sería el protector.

Cécrope proclamo que aquel que hiciera el mejor regalo a la ciudad, sería el protector.

Poseidón hizo entonces aparecer un caballo (que, por lo visto, era un animal poco conocido allí) y le dijo a Cécrope que bajo su protección tendrían supremacía naval (en el mar, que para eso era el dios de la cosa) y con el caballo dominarían también en tierra, por lo que sus ejércitos serían invencibles y podrían hacer la guerra a sus vecinos y someterlos.

Atenea plantó en el suelo de la ciudad un árbol, concretamente un olivo, y contó a los cecropios que aquel árbol les daría un fruto del que podrían alimentarse y además extraer aceite para alumbrarse y comerciar con él: su cultivo y el comercio daría estabilidad y paz a la ciudad.

Luego de examinar aquel espécimen, descubrieron las bondades del olivo. Este fruto ofrecía un bondadoso aceite que podía ser empleado en la gastronomía, los perfumes y algunos otros cuidados. Los ciudadanos eligieron la paz.

Cécrope decidió que el mejor regalo era el de Atenea ante lo cual Poseidón, montando en colera, intentó matar a Atenea, Zeus se interpuso y ordenó la formación de un tribunal divino para decidir a quién de los dos dioses debía estar consagrada la ciudad.

Así pues, el tribunal formado por las divinidades del
Olimpo, tras escuchar el testimonio de Cécrope, decidió posicionarse de lado de Atenea. Determinaron que era ella quien tenía el derecho a poseer esa tierra porque había otorgado a la ciudad el mejor regalo: el primer olivo. Desde entonces la ciudad adoptó el nombre de Atenas y el olivo plantado por Atenea fue venerado durante siglos en la Acrópolis.